Cuando me encuentro sola por la ciudad, a menudo acabo en una librería. No lo hago a conciencia, sospecho que tengo en el lóbulo frontal un dispositivo localizador y la nave nodriza me llama a casa.
Las librerías tienen la capacidad de desdoblar mi soledad y hacer con ella origami. Entre sus pasillos voy soltando pequeñas esculturas plegadas de asombro, alegría, tristeza, curiosidad, e ilusión. Mi soledad no existe cuando estoy rodeada de libros porque mi vida deja de existir. Se difuminan las líneas entre mi yo y el resto del mundo objetivo. El espacio se transforma en lo que Borges llamó el Aleph, un punto en el universo que contiene a la misma vez todos los puntos del universo. Soy todos y no soy nadie. El tiempo se altera y deviene a su estado más errático. A veces entro a una librería porque me sobran 20 minutos y termino llegando tarde.
Cuando era pequeña, los libros representaban un refugio de lo que yo consideraba una existencia insípida. Desde mi percepción terriblemente desacertada, yo era la más sosa de mis compañeras de colegio y de mis amigas. La menos interesante, la menos linda, y la menos talentosa. Por eso las cosas dignas de historias nunca me ocurrían a mí. A raíz de esto también aprendí a mentir, un hábito que de adulta todavía tiene impulsos de manifestarse. Hace poco vi una entrevista a Isabel Allende donde decía que era muy mentirosa. Supongo es un rasgo inherente al escritor.
Los libros me daban la sensación de que me ocurrían cosas, y me ayudaban a ejercitar el músculo de mi propia imaginación. Pasé mucha de mi infancia basculando entre leer las vidas de otros y fantasear la mía. Por suerte existí en un hogar de lectores donde la televisión por cable no llegó hasta muy avanzada mi adolescencia. Recuerdo a mi madre volver de viajes con libros para nosotros con una ilusión difícil de adulterar. El momento de entregar a sus hijos los libros que ella misma había elegido representaba un acto de amor incomparable.
A partir de la adolescencia aprendí que mi vida no era insípida, y que de haberlo sabido, quizá no hubiese deseado tanto que las cosas me ocurrieran a mí. A veces sospecho que yo manifesté mis propias tragedias, que yo creé a partir del deseo, toda la maleta de dolor y duelo que me acompaña.
Ahora de adulta en las librerías no escapo de una vida insustancial. Muy lejos de eso, escapo de una soledad crónica que me encuentra a donde vaya. De París a Buenos Aires, Nueva York, Washington DC, Bogotá, o Barcelona. Tarde o temprano siempre me encuentro sola en la ciudad. Sola y sin oficio, que puede ser mi estado preferido. Para mí estar sola es sinónimo de existir. Como peregrina aparezco en una librería y de repente tengo la sensación de que mi identidad desvanece y me fundo con personas que habitan dentro de páginas. Me paso horas leyendo contraportadas, primeras páginas y abriendo libros para caer en una página al azar. Me pierdo, con gusto, en la dificultad de elegir otra vida para llevar a casa. Y sobre todo, saboreo la agridulce sensación de tener el universo entero en las puntas de mis dedos, y a su vez, mi vulgar mortalidad enfrentándome. En las librerías recuerdo con pesar que no me alcanzará esta vida para leerlo todo.
Creo que en otra vida soy dueña de una pequeña librería y me paso los días ahí. Leo, recomiendo libros, cuido mi tienda y mantengo pequeñas conversaciones con quienes entran a la librería buscando el abrigo de ese espacio. Esa es mi última vida, la del eslabón más alto de la autorrealización. En esa vida sé que no he ido a aprender duras lecciones, ni a que me ocurran cosas, a esa vida solo he ido a leer.