La casa
El año pasado hice un curso de relatos cortos de ficción. Esto es un intento aterrador de compartir algo de lo que ha surgido de ahí, no lo quería hacer, pero creo que justamente por eso tenía que hacerlo.
La primera vez que la casa le habló, Marina estaba cocinando.
—Qué mala pinta tiene eso.
No le sorprendió tanto el antropomorfismo súbito del chalet adosado que había pertenecido a sus bisabuelos, sino lo odiosa que resultó ser la casa puesta a conversar.
—Otra vez Netflix y cena para una. A ver cuándo te echas un novio.
La decepción la invadió de puntillas, como el frío en los huesos cuando llueve en invierno. Había permanecido en esa casa por la memoria, porque sus cimientos y sus recovecos estaban entrelazados con su historia familiar. Marina creía que aquella casa era sabia y dulce, como la hermana de su abuela, la tía Amparo. Tía Amparo nunca se casó ni tuvo hijos, pero los había cuidado a todos, generación tras generación, como si fueran suyos.
Amparo les contaba historias de su padre, el bisabuelo de Marina. Historias de cómo su papá se convirtió en un general condecorado americano durante la guerra, sin saber hablar inglés; de sus viajes en submarino hasta Marsella, y de cómo lo sacaron de Perú a escondidas para que no lo mataran por haber declarado su amor a una joven prometida con otro.
Cuando murió la tía —la última de las generaciones mayores en despedirse— se acabaron las historias. Pero le quedaba la casa. Marina se había aferrado al ladrillo y al mortero como al último faro que iluminara el pasado.
Hasta el día que la casa empezó a hablar.
La casa no era nada como tía Amparo. No le contaba las historias que ella creía que colgaban como fantasmas de los candelabros. No hablaba de los espíritus que divagan por sus pasillos. La casa solo la criticaba, amedrentaba y desesperaba. Era bruta y desagradable.
Las casas no tienen memoria, pensó una noche Marina, mientras se tendía agotada en la cama.
Al día siguiente, la puso en venta.