Cuando me mudé a España traje conmigo una pila de fotos. En ellas se encontraba todo lo que quería recordar. Mis amigas y amigos más cercanos de Panamá, Venezuela y otras partes del mundo. Mi familia, mi perro Dexter, mis compañeros del teatro, y fotografías de momentos que quería llevar conmigo al viejo continente. Mi mazo de fotos condensaba un bagaje de sentimientos y experiencias que me definían.
“Nothing of me is original. I am the combined effort of everybody I’ve ever met” - Chuck Palahniuk. Esta frase me la introdujo una dominicana que conocí el año que viví en Nueva York. Ella también vino en la colección de fotos.
Esa colección de fotos con la que crucé el atlántico, ahora, recoge toda una vida en el continente europeo. Lo que comenzó como un respetable montón de fotografías impresas, todas en el mismo tamaño, ahora es una colección rica que sostiene toda una maleta americana, y los últimos 10 años en Europa. A las fotos se le han sumado más fotos, notas, cartas, tarjetas y vestigios que caben en una caja 40 x 15 x 20.
En la casa en la que crecí mis padres mantenían una biblioteca llena a estallar de álbumes de fotos. No las visitábamos a menudo, pero ahí estaban, un mausoleo del tiempo pasado, recogiendo polvo y moho. Y, sin embargo, representan un valor emocional difícil de explicar. Hace poco mi hermano volvió a casa y rescató los álbumes con la intención de inmortalizar en la nube nuestros recuerdos de infancia. Y yo, analógica e incoherente, mantengo los míos en una caja.
Como estoy preparando una mudanza que se avecina, llevo días limpiando estantes, cajones, y rincones de un apartamento en el Gótico en el cual he habitado durante 3 años. Soy implacable con las limpiezas, la Marie Kondo venezolana, regalando y tirando chécheres a la basura sin remordimiento. Pero las fotos y los pequeños recuerdos en papel, no. Como de costumbre en momentos de grandes movimientos vitales, visité mi caja para hacer un depósito. Hacía años que no la abría, pero es imprescindible al recoger una vida y mudarla a un nuevo espacio, realizar este ritual de cierre de etapa y apertura de otra. Abro la caja para añadir a la colección de recuerdos los nuevos escombros. Añado fotos que estaban sueltas por la casa, las notas que me han ido dejando amigos, y cualquier otro recuerdo que considere digno del cofre.
En realidad son pocos los momentos en los que visito este maletín de reliquias. Pero igual soy incapaz de deshacerme de él y de sus contenidos. Por más insignificantes que parezcan siguen siendo míos. A donde vaya, mi caja viene conmigo. La mantengo porque me he dado cuenta que la memoria es traicionera, mentirosa e inverosímil, y con este archivo de evidencias puedo conservar vivos otros capítulos de mi vida. Otros sentimientos. Pero la guardo sobre todo, porque me da la sensación de que escondo un universo entero dentro de un espacio reducido. Es mío y soy la única persona en el mundo que puede abrir esa caja y entender todo lo que hay dentro. Y esa infinitud tan mía me parece extraordinaria. Yo me muevo por el mundo con la impresión de que he pasado 200 vidas en un solo cuerpo. Cuando visito mi caja de recuerdos ella me lo confirma. ¿Soy la única que se siente así? Que la vida no es una, sino miles de vidas interconectadas. Mi cuerpo sí lo recuerda, a veces creo que mi mente no. Por eso me siento obligada a mantener las fotos en la caja, por si se me llega a olvidar.
Miro las fotos viejas y me gusta recordar cosas que he vivido, cosas que ahora parecen una película, la vida de otra. No sé si es porque me arrancaron de mi país de origen con apenas 16 años y desde entonces no he parado de mudarme, de conocer gente y despedirme, de abrir y cerrar vidas con la facilidad de quien cambia de atuendo. O quizá es porque cuánto más mayor me hago, entre más me acerco a mi propio final, más profundidad le quiero encontrar a mi historia. Así sea mirando hacia atrás. Y el tiempo, que lo experimento de manera lineal, quizá lo puedo engañar guardando vidas pasadas en una caja. Abrir el baúl y recordar los personajes olvidados de actos pasados le añade distancia a mi existencia. Me regala por un momento la sensación de que el tiempo no se pasa tan rápido, que cabe mucha vida y mucha historia en pocos años. La sensación de que quizá, la muerte no está tan cerca.
Por debajo de una carta que me escribió una amiga, se asoma una tira de 4 fotos consecutivas en blanco y negro. Dos jóvenes, él de 20 y ella de 24, beben cerveza, ríen y miran a la cámara. Es diciembre del 2014 en un photoautomat en Berlín. ¿Qué fue de la vida de ese madrileño de CUNEF? Y la chica que aparece con él, aquella que hace años lloró y guardó la tira en una caja decidida a dejar de quererle, ¿es que esa chica acaso soy yo?
Qué bonito! Mi padre de pequeña me enseñó su caja de los tesoros, recuerdos a base de objetos pequeños. Un museo en miniatura